Audio de la Facultad

miércoles, 28 de marzo de 2012

Entreten"y"miento



"Como intuye Postman, el problema no es que la gente se ría en lugar de pensar, sino que no sabe de qué se rié ni por que ha dejado de pensar."
"Lo que nos sucede no tiene nada de anormal. Superficialmente, se trata de un inocente entretenimiento que, además, se nos brinda de forma gratuita. Esto es aparente porque, en realidad, somos nosotros quienes nos ofrecemos al espectáculo pagando la entrada con lo único realmente valioso que tenemos: nuestro tiempo. Aunque no siempre lo advirtamos, lo que hace a ese tiempo precioso para los dueños del circo es que tiene valor comercial. Nuestro tiempo es lo que se vende con el rating. Pero, así como pocas veces advertimos el importante sacrificio que se nos exige para ingresar a la tienda del circo electrónico, tampoco alcanzamos a comprender en toda su dimensión el profundo impacto que el espectáculo al que hoy asistimos tiene para nuestro futuro colectivo."

Extraido de el libro "La tragedia educativa" Pag 75 y 77

"Dicen que llegado el año 2050 un filósofo que vivió en el extranjero vuelve a la Argentina y observa que en los lugares públicos la gente lee filosofía, historietas, literatura Argentina y ha dejado de ver televisión, obnubilado por lo visto, el filósofo le pregunta a un transeúnte que es lo que ha sucedido en este País, a lo que dicha persona le responde... Es que ha dejado de existir Marcelo Tinelli... Por lo tanto el show no debe continuar."
Extraido de Claudio Ringelman

domingo, 25 de marzo de 2012

Cronenberg y las zonas erógenas

Por Maximiliano Antonietti
Dos notas para un apetito curioso.

1. Todo pareciera indicar que, en el universo Cronemberg, no hay modo alguno de salirse de uno mismo. Dicho de otro modo, su universo descree de las relaciones entre los hombres. De uno en uno, en todos sus films, lo que está en verdadera tela de juicio es la posibilidad del encuentro. Por eso abunda en universos fríos, sórdidos, de acero y vidrio. Sin embargo, al mismo tiempo y a sabiendas de lo anterior, en esos ambientes oscuros, confusos, la única pasión que vale la pena es la de intentar un encuentro con el otro.
Hay varios elementos en los que esta cuestión se pone de manifiesto, pero al menos dos, resultan evidentes: o bien se trata de inventar aparatitos raros que conecten a unos con otros, o bien se trata de inventar agujeros en el cuerpo. Sea de una u otra manera, se nota que Cronenberg está en la búsqueda de algo que nos junte; algo que permita el atravesar la distancia fría entre los seres humanos.

Cronemberg descree del cuerpo tal como lo conocemos con sus curvas, sus durezas y sus rugosidades. Su obra pareciera ser una protesta contra la anatomía humana.  Ninguno de sus personajes lo dice, pero cualquiera de ellos podría decir que el cuerpo implica una condena; que nos esclaviza a relaciones inconducentes e insatisfactorias.  Cronemberg no se convence de esta condena; el cuerpo pareciera ser lo viejo, lo más regresivo y arcaico de nuestras humanas posibilidades.
Si las zonas erógenas invitan al rodeo por el otro, Cronemberg denuncia su caducidad. El futurismo de sus películas no se encuentra verdaderamente en las tecnologías a las que apela. Las máquinas intentan ser el puente que va de cuerpo a cuerpo. No se pierde en luces, sonidos o energías raras; para él se trata de denunciar la inviabilidad del cuerpo para lograr un encuentro con el otro. De este modo, descree de los órganos de los sentidos, de la piel y, sobre todo, del sexo. Veamos. 



Si en la escena aparece una rubia despampanante, no es para que las cosas terminen como en el cine suelen terminar. Será necesario que la señorita explore el erotismo de las cicatrices de su partenaire o conduzca un automóvil, peligrosamente, para ensayar un orgasmo en un accidente de tránsito. Más aún: en el segundo posterior al accidente, el muchacho se acerca a la muchacha y le pregunta si sucedió, si esta vez sucedió. Si esta vez hubo encuentro; la respuesta, ya la conocemos. El sexo y sus posibilidades de encuentro están seriamente cuestionados.
Nada en Cronemberg es lo que parece. Si otra muchacha no menos atractiva, se encuentra con un muchacho (premiado por las revistas del corazón como el actor más sexy del año) en una habitación de hotel, las cosas no suceden como creemos deberían suceder. Lejos de las escenas habituales, estos muchachos buscan un aparatito para intentar conectarse y jugar un video juego. Están allí todos los elementos: ella, él, la persecución (freudianamente paterna y ya clásica en el cine), la cama, todo. En cierto sentido, pareciera
como si hubiéramos sido invitados a ver la escena que hemos visto tantas veces. Pero ahí, justo en el momento en que debiera suceder que él o ella se acerquen, justo allí, se les hace necesario buscar un aparatito para conectarse.
De a ratos, pareciera ser que Cronemberg dijera: bueno, ya hemos visto la historia de la humanidad, hemos sido testigos de lo que surge de los seres humanos cuando éstos se encuentran en los modos habituales; ya hemos visto demasiado bien a dónde nos lleva el ejercicio de las zonas erógenas. Sencillamente, intentémoslo de otro modo. Intentemos encontrarnos de otro modo.
Pero, pese al descreimiento de lo sexual, existe cierto consenso en que las películas mencionadas encierran algún erotismo. El porqué de esto, creo encontrarlo en que Cronemberg utiliza los códigos de la seducción, pero explora más allá de lo que esos códigos proponen. Algo así como si nos mostrara que eso ya fue usado, que el sexo de los seres humanos es cosa del pasado y lo que nos queda es explorar alternativas nuevas.
Si bien encontramos elementos de "ciencia ficción" en sus películas, Cronemberg no es uno más. Si se trata de un arma: está hecha de huesos mutantes. Si se trata de una conexión (adelantando las redes de videojuegos): el elemento de juntura es algo parecido a una placenta y no a una computadora. Si se trata de elementos quirúrgicos, tienen formas animales, desafían las líneas rectas.
Los directores que han hecho ciencia ficción tiran una línea al horizonte y, en general, han encontrado culturas hipertecnológicas de lucecitas, acero y vidrio. Cuando buscan en el futuro, encuentran circuitos eléctricos, ondas complejas, técnicas perfeccionadas. A grandes rasgos, exageran, algunos con gran talento, las claves de la ciencia de hoy. Cronemberg hace otra cosa. Pareciera indicarnos que los secretos siguen estando en la carne, en las trasformaciones de la carne. Aunque nos haya mostrado largamente su descreimiento en el cuerpo, sigue suponiéndole un saber, siempre y cuando la tecnología intente su transformación. Cambiar las cosas al servicio del encuentro que la carne no logra.
 


2. Creo entender la fascinación que debe haber despertado William Borroughs para Cronemberg. Algo así como si el director se hubiera encontrado con alguien que vivió efectivamente dentro de alguna de sus películas.
Varias contraseñas están presentes. Borroughs en El almuerzo desnudo, ensaya en un lenguaje inestable, el mismo descreimiento de Cronenberg por los  agujeros del cuerpo. La misma irrespetuosidad con los manuales de anatomía. En aquél texto maldito, hay fornicación a través de las orejas o por las cavidades oculares; agujeros que aparecen en la piel y que, desde allí, exigen voluptuosidad, abducciones de todo tipo, venas ávidas de drogas como si fueran bocas hambrientas, culos que hablan. Todo el libro transcurre en un ambiente de erogeneidad mal esparcida y modos enigmáticos de conexión con el otro. Esto último, tal vez, sea un tanto pretencioso; no es claro que en el almuerzo desnudo exista algún tipo de encuentro. En Borroughs el cuerpo tiene un trato tan particular. Todo se encuentra reventado; los ideales son babosas.
Pero no sólo eso debe haber causado fascinación en Cronemberg. Por otra parte, el problema de la realidad aparece de un modo similar. La confusión cuasi psicótica de sus ambientes, tiende a volverse un poco menos inestable en la medida en que se acerca a la paranoia.
Las primeras páginas de El almuerzo desnudo son desquiciadas. Con el tiempo, el autor pareciera conseguir un poco de orden (o un poco menos de desorden) en la medida en que avanzan grupos que persiguen y de los que hay que defenderse. El ambiente indescifrable de los primeros capítulos se vuelve apenas ordenado con la división en perseguidos y perseguidores; es un orden de mucha inestabilidad, es cierto, pero un orden al fin y al cabo; peor es nada.
Pero no sólo eso. Cronenberg debe haber captado con mucha facilidad esa dificultad en la que nos encierra Borrroughs para separar la realidad y la ficción. Un itinerario similar es el que realiza el personaje de Spider. La realidad y la ficción van y vuelven de tal modo, que nunca sabemos cuáles son los límites del relato del protagonista; hasta qué punto no estamos siendo enredados en una historia que él pretende contarse a sí mismo, por no poder tolerar aquello que se le viene encima a contrapelo de su deseo. De a ratos no sabemos si los límites entre realidad y ficción son confusos e inseparables o, sencillamente, nuestro personaje no quiere saber nada de separarlas.



Distinguir entre una y otra es un tema áspero si los hay; más necesario, aún en estas épocas. Pero, pongámonos de acuerdo en algo. Hay una gran diferencia entre jugar con un arma en un video juego y pegarle un tiro en la cabeza a alguien. Entre otras cosas, la primera, por más pretendida agresividad que pueda elaborar, no sale de la pantalla. Esa (en ocasiones) estrecha, pero no menos cierta, distancia es la que se le escapó a William Borroughs mientras jugaba a ser Guillermo Tell con un vaso sobre la cabeza de su mujer. Otra vez el juego y la realidad en un continuo indiferenciable. Tan indiferenciable, que hemos creído con ganas, que de tanto jugar a matarla, la mató jugando. Efectivamente, Cronenberg encontró algo acá y, tal vez, haya envidiado el modo en que Borroughs, ese vívido personaje de sus películas, llevó hasta el final lo que él tan solo se atrevió a filmar.



 


lunes, 19 de marzo de 2012

l'equip petit



Una clara demostracion de lo que es el futbol y como de deberia jugar y enseñar. Simplemente una BELLEZA

viernes, 16 de marzo de 2012

El mejor oficio del mundo

El mejor oficio del mundo
[Discurso ante la 52ª Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa -Texto completo]

Gabriel García Márquez

A una universidad colombiana se le preguntó cuáles son las pruebas de aptitud y vocación que se hacen a quienes desean estudiar periodismo y la respuesta fue terminante: “Los periodistas no son artistas”. Estas reflexiones, por el contrario, se fundan precisamente en la certidumbre de que el periodismo escrito es un género literario.

Hace unos cincuenta años no estaban de moda las escuelas de periodismo. Se aprendía en las salas de redacción, en los talleres de imprenta, en el cafetín de enfrente, en las parrandas de los viernes. Todo el periódico era una fábrica que formaba e informaba sin equívocos, y generaba opinión dentro de un ambiente de participación que mantenía la moral en su puesto. Pues los periodistas andábamos siempre juntos, hacíamos vida común, y éramos tan fanáticos del oficio que no hablábamos de nada distinto que del oficio mismo. El trabajo llevaba consigo una amistad de grupo que inclusive dejaba poco margen para la vida privada. No existían las juntas de redacción institucionales, pero a las cinco de la tarde, sin convocatoria oficial, todo el personal de planta hacía una pausa de respiro en las tensiones del día y confluía a tomar el café en cualquier lugar de la redacción. Era una tertulia abierta donde se discutían en caliente los temas de cada sección y se le daban los toques finales a la edición de mañana. Los que no aprendían en aquellas cátedras ambulatorias y apasionadas de veinticuatro horas diarias, o los que se aburrían de tanto hablar de los mismo, era porque querían o creían ser periodistas, pero en realidad no lo eran.

El periódico cabía entonces en tres grandes secciones: noticias, crónicas y reportajes, y notas editoriales. La sección más delicada y de gran prestigio era la editorial. El cargo más desvalido era el de reportero, que tenía al mismo tiempo la connotación de aprendiz y cargaladrillos. El tiempo y el mismo oficio han demostrado que el sistema nervioso del periodismo circula en realidad en sentido contrario. Doy fe: a los diecinueve años -siendo el peor estudiante de derecho- empecé mi carrera como redactor de notas editoriales y fui subiendo poco a poco y con mucho trabajo por las escaleras de las diferentes secciones, hasta el máximo nivel de reportero raso.

La misma práctica del oficio imponía la necesidad de formarse una base cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de fomentarla. La lectura era una adicción laboral. Los autodidactas suelen ser ávidos y rápidos, y los de aquellos tiempos lo fuimos de sobra para seguir abriéndole paso en la vida al mejor oficio del mundo... como nosotros mismos lo llamábamos. Alberto Lleras Camargo, que fue periodista siempre y dos veces presidente de Colombia, no era ni siquiera bachiller.

La creación posterior de las escuelas de periodismo fue una reacción escolástica contra el hecho cumplido de que el oficio carecía de respaldo académico. Ahora ya no son sólo para la prensa escrita sino para todos los medios inventados y por inventar.

Pero en su expansión se llevaron de calle hasta el nombre humilde que tuvo el oficio desde sus orígenes en el siglo XV, y ahora no se llama periodismo sino Ciencias de la Comunicación o Comunicación Social. El resultado, en general, no es alentador. Los muchachos que salen ilusionados de las academias, con la vida por delante, parecen desvinculados de la realidad y de sus problemas vitales, y prima un afán de protagonismo sobre la vocación y las aptitudes congénitas. Y en especial sobre las dos condiciones más importantes: la creatividad y la práctica.

La mayoría de los graduados llegan con deficiencias flagrantes, tienen graves problemas de gramática y ortografía, y dificultades para una comprensión reflexiva de textos. Algunos se precian de que pueden leer al revés un documento secreto sobre el escritorio de un ministro, de grabar diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una conversación convenida de antemano como confidencial. Lo más grave es que estos atentados éticos obedecen a una noción intrépida del oficio, asumida a conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier precio y por encima de todo. No los conmueve el fundamento de que la mejor noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da mejor. Algunos, conscientes de sus deficiencias, se sienten defraudados por la escuela y no les tiembla la voz para culpar a sus maestros de no haberles inculcado las virtudes que ahora les reclaman, y en especial la curiosidad por la vida.

Es cierto que estas críticas valen para la educación general, pervertida por la masificación de escuelas que siguen la línea viciada de lo informativo en vez de lo formativo. Pero en el caso específico del periodismo parece ser, además, que el oficio no logró evolucionar a la misma velocidad que sus instrumentos, y los periodistas se extraviaron en el laberinto de una tecnología disparada sin control hacia el futuro. Es decir, las empresas se han empeñado a fondo en la competencia feroz de la modernización material y han dejado para después la formación de su infantería y los mecanismos de participación que fortalecían el espíritu profesional en el pasado. Las salas de redacción son laboratorios asépticos para navegantes solitarios, donde parece más fácil comunicarse con los fenómenos siderales que con el corazón de los lectores. La deshumanización es galopante.

No es fácil entender que el esplendor tecnológico y el vértigo de las comunicaciones, que tanto deseábamos en nuestros tiempos, hayan servido para anticipar y agravar la agonía cotidiana de la hora del cierre. Los principiantes se quejan de que los editores les conceden tres horas para una tarea que en el momento de la verdad es imposible en menos de seis, que les ordenan material para dos columnas y a la hora de la verdad sólo les asignan media, y en el pánico del cierre nadie tiene tiempo ni humor para explicarles por qué, y menos para darles una palabra de consuelo. “Ni siquiera nos regañan”, dice un reportero novato ansioso de comunicación directa con sus jefes. Nada: el editor que antes era un papá sabio y compasivo, apenas si tiene fuerzas y tiempo para sobrevivir él mismo a las galeras de la tecnología.

Creo que es la prisa y la restricción del espacio lo que ha minimizado el reportaje, que siempre tuvimos como el género estrella, pero que es también el que requiere más tiempo, más investigación, más reflexión, y un dominio certero del arte de escribir. Es en realidad la reconstitución minuciosa y verídica del hecho. Es decir: la noticia completa, tal como sucedió en la realidad, para que el lector la conozca como si hubiera estado en el lugar de los hechos.

Antes que se inventaran el teletipo y el télex, un operador de radio con vocación de mártir capturaba al vuelo las noticias del mundo entre silbidos siderales, y un redactor erudito las elaboraba completas con pormenores y antecedentes, como se reconstruye el esqueleto entero de un dinosaurio a partir de una vértebra. Sólo la interpretación estaba vedada, porque era un dominio sagrado del director, cuyos editoriales se presumían escritos por él, aunque no lo fueran, y casi siempre con caligrafías célebres por lo enmarañadas. Directores históricos tenían linotipistas personales para descifrarlas.

Un avance importante en este medio siglo es que ahora se comenta y se opina en la noticia y en el reportaje, y se enriquece el editorial con datos informativos. Sin embargo, los resultados no parecen ser los mejores, pues nunca como ahora ha sido tan peligroso este oficio. El empleo desaforado de comillas en declaraciones falsas o ciertas permite equívocos inocentes o deliberados, manipulaciones malignas y tergiversaciones venenosas que le dan a la noticia la magnitud de un arma mortal. Las citas de fuentes que merecen entero crédito, de personas generalmente bien informadas o de altos funcionarios que pidieron no revelar su nombre, o de observadores que todo lo saben y que nadie ve, amparan toda clase de agravios impunes. Pero el culpable se atrinchera en su derecho de no revelar la fuente, sin preguntarse si él mismo no es un instrumento fácil de esa fuente que le transmitió la información como quiso y arreglada como más le convino. Yo creo que sí: el mal periodista piensa que su fuente es su vida misma -sobre todo si es oficial- y por eso la sacraliza, la consiente, la protege, y termina por establecer con ella una peligrosa relación de complicidad, que lo lleva inclusive a menospreciar la decencia de la segunda fuente.

Aun a riesgo de ser demasiado anecdótico, creo que hay otro gran culpable en este drama: la grabadora. Antes de que ésta se inventara, el oficio se hacía bien con tres recursos de trabajo que en realidad eran uno sólo: la libreta de notas, una ética a toda prueba, y un par de oídos que los reporteros usábamos todavía para oír lo que nos decían. El manejo profesional y ético de la grabadora está por inventar. Alguien tendría que enseñarles a los colegas jóvenes que la casete no es un sustituto de la memoria, sino una evolución de la humilde libreta de apuntes que tan buenos servicios prestó en los orígenes del oficio. La grabadora oye pero no escucha, repite -como un loro digital- pero no piensa, es fiel pero no tiene corazón, y a fin de cuentas su versión literal no será tan confiable como la de quien pone atención a las palabras vivas del interlocutor, las valora con su inteligencia y las califica con su moral. Para la radio tiene la enorme ventaja de la literalidad y la inmediatez, pero muchos entrevistadores no escuchan las respuestas por pensar en la pregunta siguiente.

La grabadora es la culpable de la magnificación viciosa de la entrevista. La radio y la televisión, por su naturaleza misma, la convirtieron en el género supremo, pero también la prensa escrita parece compartir la idea equivocada de que la voz de la verdad no es tanto la del periodista que vio como la del entrevistado que declaró. Para muchos redactores de periódicos la transcripción es la prueba de fuego: confunden el sonido de las palabras, tropiezan con la semántica, naufragan en la ortografía y mueren por el infarto de la sintaxis. Tal vez la solución sea que se vuelva a la pobre libretita de notas para que el periodista vaya editando con su inteligencia a medida que escucha, y le deje a la grabadora su verdadera categoría de testigo invaluable. De todos modos, es un consuelo suponer que muchas de las transgresiones éticas, y otras tantas que envilecen y avergüenzan al periodismo de hoy, no son siempre por inmoralidad, sino también por falta de dominio profesional.

Tal vez el infortunio de las facultades de Comunicación Social es que enseñan muchas cosas útiles para el oficio, pero muy poco del oficio mismo. Claro que deben persistir en sus programas humanísticos, aunque menos ambiciosos y perentorios, para contribuir a la base cultural que los alumnos no llevan del bachillerato. Pero toda la formación debe estar sustentada en tres pilares maestros: la prioridad de las aptitudes y las vocaciones, la certidumbre de que la investigación no es una especialidad del oficio sino que todo el periodismo debe ser investigativo por definición, y la conciencia de que la ética no es una condición ocasional, sino que debe acompañar siempre al periodismo como el zumbido al moscardón.

El objetivo final debería ser el retorno al sistema primario de enseñanza mediante talleres prácticos en pequeños grupos, con un aprovechamiento crítico de las experiencias históricas, y en su marco original de servicio público. Es decir: rescatar para el aprendizaje el espíritu de la tertulia de las cinco de la tarde.

Un grupo de periodistas independientes estamos tratando de hacerlo para toda la América Latina desde Cartagena de Indias, con un sistema de talleres experimentales e itinerantes que lleva el nombre nada modesto de Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano. Es una experiencia piloto con periodistas nuevos para trabajar sobre una especialidad específica -reportaje, edición, entrevistas de radio y televisión, y tantas otras- bajo la dirección de un veterano del oficio.

En respuesta a una convocatoria pública de la Fundación, los candidatos son propuestos por el medio en que trabajan, el cual corre con los gastos del viaje, la estancia y la matrícula. Deben ser menores de treinta años, tener una experiencia mínima de tres, y acreditar su aptitud y el grado de dominio de su especialidad con muestras de las que ellos mismos consideren sus mejores y sus peores obras.

La duración de cada taller depende de la disponibilidad del maestro invitado -que escasas veces puede ser de más de una semana-, y éste no pretende ilustrar a sus talleristas con dogmas teóricos y prejuicios académicos, sino foguearlos en mesa redonda con ejercicios prácticos, para tratar de transmitirles sus experiencias en la carpintería del oficio. Pues el propósito no es enseñar a ser periodistas, sino mejorar con la práctica a los que ya lo son. No se hacen exámenes ni evaluaciones finales, ni se expiden diplomas ni certificados de ninguna clase: la vida se encargará de decidir quién sirve y quién no sirve.

Trescientos veinte periodistas jóvenes de once países han participado en veintisiete talleres en sólo año y medio de vida de la Fundación, conducidos por veteranos de diez nacionalidades. Los inauguró Alma Guillermoprieto con dos talleres de crónica y reportaje. Terry Anderson dirigió otro sobre información en situaciones de peligro, con la colaboración de un general de las Fuerzas Armadas que señaló muy bien los límites entre el heroísmo y el suicidio. Tomás Eloy Martínez, nuestro cómplice más fiel y encarnizado, hizo un taller de edición y más tarde otro de periodismo en tiempos de crisis. Phil Bennet hizo el suyo sobre las tendencias de la prensa en los Estados Unidos y Stephen Ferry lo hizo sobre fotografía. El magnifico Horacio Bervitsky y el acucioso Tim Golden exploraron distintas áreas del periodismo investigativo, y el español Miguel Ángel Bastenier dirigió un seminario de periodismo internacional y fascinó a sus talleristas con un análisis crítico y brillante de la prensa europea.

Uno de gerentes frente a redactores tuvo resultados muy positivos, y soñamos con convocar el año entrante un intercambio masivo de experiencias en ediciones dominicales entre editores de medio mundo. Yo mismo he incurrido varias veces en la tentación de convencer a los talleristas de que un reportaje magistral puede ennoblecer a la prensa con los gérmenes diáfanos de la poesía.

Los beneficios cosechados hasta ahora no son fáciles de evaluar desde un punto de vista pedagógico, pero consideramos como síntomas alentadores el entusiasmo creciente de los talleristas, que son ya un fermento multiplicador del inconformismo y la subversión creativa dentro de sus medios, compartido en muchos casos por sus directivas. El solo hecho de lograr que veinte periodistas de distintos países se reúnan a conversar cinco días sobre el oficio ya es un logro para ellos y para el periodismo. Pues al fin y al cabo no estamos proponiendo un nuevo modo de enseñarlo, sino tratando de inventar otra vez el viejo modo de aprenderlo.

Los medios harían bien en apoyar esta operación de rescate. Ya sea en sus salas de redacción, o con escenarios construidos a propósito, como los simuladores aéreos que reproducen todos los incidentes del vuelo para que los estudiantes aprendan a sortear los desastres antes de que se los encuentren de verdad atravesados en la vida. Pues el periodismo es una pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad. Nadie que no la haya padecido puede imaginarse esa servidumbre que se alimenta de las imprevisiones de la vida. Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso. Nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso podría persistir en un oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia, como si fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz mientras no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente.

FIN

Extraido de: http://www.ciudadseva.com/textos/otros/ggmmejor.htm