Audio de la Facultad

sábado, 31 de diciembre de 2011

Una guia para reconocer a tus santos

Muy buena pelicula en donde los personajes estan muy bien logrados pero una particularidad mayor es la construccion (obviamente es ficticia o sucede solo en la peli) que realizan los personajes sobre los otros personajes, sobre todo en la relacion padre-hijo. Es exelente


Al sol en bici

sábado, 24 de diciembre de 2011

¿Que pasaria?

¿Qué pasaría si un día despertamos
dándonos cuenta de que somos mayoría?
¿Qué pasaría si de pronto una injusticia,
sólo una, es repudiada por todos,
todos que somos todos, no unos,
no algunos, sino todos?
¿Quépasaría si en vez de seguir divididos
nos multiplicamos, nos sumamos
restamos al enemigo que interrumpe nuestro paso,

Qué pasaría si nos organizáramos
y al mismo tiempo enfrentáramos sin armas,
en silencio, en multitudes,
en millones de miradas la cara de los opresores,
sin vivas, sin aplausos,
sin sonrisas, sin palmadas en los hombros,
sin cánticos partidistas,
sin cánticos?

¿Qué pasaría si yo pidiese por vos que estás tan lejos
y vos por mí que estoy tan lejos,
y ambos por los otros que están muy lejos,
y los otros por nosotros aunque estemos lejos?
¿Qué pasaría si el grito de un continente
fuese el grito de todos los continentes?
¿Qué pasaría si pusiésemos el cuerpo en vez
de lamentarnos?
¿Qué pasaría si rompemos las fronteras
y avanzamos, y avanzamos,
y avanzamos, y avanzamos?

¿Quépasaría si quemamos todas las banderas
para tener sólo una, la nuestra,
la de todos, o mejor ninguna
porque no la necesitamos.
¿Qué pasaría si de pronto dejamos de ser patriotas
para ser humanos?
No sé. Me pregunto yo,
¿qué pasaría?

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Tranquilidad

Dentro de poco subire el analisis de Ben. Disculpen las demoras

¿Hay una “moda” académica de la memoria?. Problemas y desafíos en torno del campo

Aletheia, volumen 2, número 3, noviembre 2011. ISSN 1853-3701
Artículo/Schindel en PDF

Estela Schindel*
Grupo de investigación Narrativas del Terror y la Desaparición
Universidad de Constanza/Consejo Europeo de Investigación
 2011
estela.schindel@uni-konstanz.de


 Resumen: 

Los estudios sobre la memoria social se han establecido y expandido en las últimas décadas a nivel internacional y, de manera notoria, también en nuestro país. El número creciente de investigadores y estudiantes que convoca y el gran monto de energía académica que es capaz de movilizar dan cuenta de la consolidación del “campo” como un área específica dentro de las ciencias sociales. Este desarrollo obliga a quienes de un modo u otro participamos en ese ámbito a una reflexión acerca del significado y alcances de esta floreciente área de estudios, sus consecuencias epistemológicas y profesionales, así como los supuestos sobre los que  se asienta. ¿Qué significa este interés académico por la “memoria”? ¿Qué supuestos asume y qué deja afuera esta perspectiva? ¿Qué tensiones se establecen con los estudios históricos y con otras áreas del conocimiento? ¿Qué implica  acceder al conocimiento del terrorismo de Estado en nuestro país desde esta categoría conceptual? Este ensayo se propone explorar ciertas incomodidades en torno a la constitución del “tema memoria”. No sólo los riesgos de su abuso y banalización, sino ante todo las implicancias políticas y epistemológicas de su institucionalización como campo de estudios académicos lo hacen merecedor, creemos, de un esfuerzo de metarreflexión.

Palabras Clave: memoria, campo de estudios


Memoria vivida y memoria recuperada: ¿Mucha, demasiada o poca memoria?

¿Cuándo comenzó a hablarse de memoria? ¿Por qué se perfiló como tema y problema específico, escindido de la experiencia viva, acumulada y recreada a través de las generaciones a la que nombra y recupera pero al mismo tiempo –al hacerlo– objetiva? 
Antes del advenimiento de la industrialización, la urbanización acelerada y la producción de bienes para el consumo masivo, las comunidades solían vivir al abrigo de sus tradiciones y en la continuidad de la cultura heredada de sus mayores. En esas formaciones culturales, la “memoria” no era por lo tanto una preocupación en sí misma sino que constituía un modo de dar forma a la acción cotidiana y de habitar el presente. La herencia del pasado nutría de manera intrínseca el hacer humano, sin requerir necesariamente un esfuerzo de reflexión o atención diferenciada. Si no lo merecía es porque, precisamente, la memoria integraba la misma trama de valores, experiencias y saberes compartidos que daban cobijo a la existencia grupal. No era un “tema” sino un elemento que informaba secretamente todos los asuntos de la vida: la memoria no dependía tanto de su fijación a soportes externos puesto que se vivía al calor de su sentido. Una continuidad orgánica entretejía de manera imperceptible pero efectiva el pasado y el presente, sin precisar de emprendimientos, vehículos o instrumentos para su transporte y comunicación. Si se apoyaba en rituales u objetos no era en forma instrumental puesto que en éstos la función y el uso no se hallaban escindidos de su existencia: ellos no “representaban” o “transmitían” sino que encarnaban en sí mismos, eran la memoria.
El “antes” del párrafo anterior alude no tanto a un momento histórico previo a la modernidad (anterior al culto al progreso y la confianza en el desarrollo unilinear y ascendente de la historia que reorientaron la perspectiva humana hacia el futuro),  sino más bien a un estado del vivir o, tomando la expresión de Raymond Williams, una “estructura del sentir”. No se trata de atribuir a una suerte de formación cultural primigenia la idea de una memoria espontánea, prístina, tan pura que resulte irreflexiva, ni de invocar el anhelo romántico de una totalidad perdida. La historia está tramada por memorias múltiples, divergentes o directamente contrapuestas. Se trata más bien de apuntar a la existencia de horizontes de relación vital, orgánica, entre el pasado y el presente. No de postular la añoranza de una unicidad arcaica o esencializada sino de tensar la comparación para advertir cómo lo que actualmente entendemos por “memoria” (que es también una construcción cultural e histórica) implica modos de situar las experiencias pasadas que se apoyan en operaciones exteriores, posteriores, ortopédicas. En el extremo, son conjuros contra el olvido puesto que sino estos implementos no serían necesarios.
Los efectos del quiebre civilizatorio que dio origen a la preocupación por la memoria en Occidente fueron retratados con lucidez en las primeras décadas del siglo XX: Walter Benjamin advirtió sobre el empobrecimiento de la experiencia que tiene lugar al quebrarse el lazo íntimo que confería continuidad a la tradición y el presente. Esa distancia entre experiencia personal y acervo colectivo da lugar a lo que Georg Simmel caracterizó como una tensión entre la “cultura objetiva” y la “cultura subjetiva”: el individuo se esfuerza por apropiarse de la primera pero ésta se expande y se hace cada vez más inasible. No muy alejada de esta observación se encuentran las reflexiones de Sigmund Freud sobre el malestar en la cultura: la constatación de que el desarrollo científico-tecnológico no hace más felices a los hombres sino que puede incluso acrecentar su alienación y soledad. Desvanecidos o debilitados los horizontes de sentido colectivos los individuos quedan desarbolados y a merced de su destino personal.
Quizás el máximo sello de defunción de esta organicidad quebrada entre el pasado y el presente sea la emergencia de la noción misma de “memoria colectiva”. Cuando en 1925 Maurice Halbwachs la define –y objetiva– en su trabajo fundacional da cuenta de una realidad que comienza a evaporarse y por eso mismo debe asirse. La cohesión entre grupo, memoria e identidad ha comenzado a astillarse y el texto procura desglosar la fórmula de su material aglutinante. Es en ese contexto que surgen y se multiplican los archivos, colecciones y registros: en el afán por rescatar, preservar y atesorar aquello que de otro modo, se teme, podría perderse para siempre. El auge de la memoria es intrínseco a su alejamiento, a su desacople de los marcos de la experiencia cotidiana. Los artefactos que dan soporte al recuerdo son testimonio de una pérdida, un esfuerzo protésico por reponer externamente lo que ha dejado de alimentar como fuente interior el hacer colectivo.
Varios autores se han ocupado, de diferentes formas, de este cambio civilizatorio que implica,
entre otras cosas, un distanciamiento de la tradición “viva”, y que dan lugar al mismo tiempo a una crisis y a una proliferación de las memorias. La reconfiguración de la memoria en el siglo XIX, según Richard Terdiman, se debe entre otros factores a la introducción de maquinarias, el cambio en el trabajo humano y la producción, los cambios políticos, sociales y demográficos; la transformación del ambiente urbano y las familias; el desarrollo temprano de una industria cultural, expansión de la prensa, creación de una memoria cultural; la creciente abstracción de la vida psicosocial y el cambio en la conciencia del pasado. Todos estos factores contribuyen en el pasaje de una memoria “orgánica”, donde el pasado informa el presente, a una memoria “archivística” que se obtiene en artefactos repositorios. Terdiman ve incluso una lógica paralela en la crisis de la memoria y el fetichismo de la mercancía, pues las mercancías cancelan la memoria, suprimen las huellas de sus propias condiciones de producción, y por lo tanto su abstracción es una forma de olvido: el de la historia de su producción. Esos objetos normalmente relacionados al recuerdo de los que habla Benjamin en “Experiencia y Pobreza”, las cosas que pueden contar la historia de sus dueños, son reemplazados por lo que Adorno caracteriza como un universo de objetos “huecos”, vaciados de contenido, abiertos a ser investidos de sentidos pero desconectados de todos ellos. Ante el producto despojado de historia, la alienación del fabricante es simétrica a la del consumidor. El siglo XIX, dice Terdiman, explota esa relación en la forma del “souvenir” (“recuerdo” en francés). Al transportar un recuerdo producido en serie como mercancía industrial, el souvenir sería la antípoda del objeto creado al modo en que William Morris –él mismo artesano y lector de Marx–concebía al fruto del trabajo no alienado: aquel donde el talento del obrero/artista deja su marca en el producto.
También Pierre Nora se refiere a los “restos de la experiencia vivida al calor de la tradición, en el silencio de la costumbre, en la repetición de lo ancestral”, que son desplazados por una “sensibilidad fundamentalmente histórica”. Si hablamos tanto de memoria, afirma el historiador francés, es porque queda tan poco de ella, y de ahí la diferencia y el contraste entre los entornos (ámbitos vividos) de la memoria y sus lugares (repositorios producto de una intención). Si pudiéramos vivir al interior de la memoria, sostiene, no deberíamos consagrarle “lugares”. Éstos surgen precisamente con la sensación de que no hay una memoria espontánea; los archivos y conmemoraciones son una realidad totalmente simbólica que pone de relieve la construcción de una representación para la tradición (en este caso la oficial nacional francesa). Si se interroga a la tradición, sus mitos e interpretaciones es porque ya no hay identificación inmediata con ella.
Nuevamente, no se trata de una estilización idealizada o nostálgica de una presunta armonía y coherencia en las formaciones culturales anteriores, menos en su variante de nacionalismo exacerbado, sino de tener presente lo que Terdiman llama la historia de la memoria. Es decir, las condiciones histórico-culturales del surgimiento, en Occidente, de una preocupación por la memoria en tanto facultad que sostiene la continuidad de la experiencia, como una modalidad de relación con el pasado. La memoria, entonces, pareciera tener como “marca de nacimiento” una condición que la acerca a su objeto de evocación al mismo tiempo que consuma la separación de él. Enlaza aquello que originalmente estaba unido por un tejido invisible pero firme. 
Es quizás sobre este fondo que Yosef Yerushalmi se manifiesta, en la tensión entre historia y memoria, decididamente a favor de esta última. La hipertrofia historiográfica, sugieren sus reflexiones, no puede ocupar el lugar de la memoria porque ésta es la que, en base a valores, nos indica qué y por qué vale la pena transmitir (y recibir) como legado. Ni archivos ni bibliotecas ni el infatigable afán de registro y acopio reemplazan las preguntas pedagógicas, políticas o éticas que orientan e interpretan las experiencias pasadas.


Excurso: crisis y auge de las memorias en el espacio urbano

También en las relaciones sociales con el espacio pueden observarse efectos de lo que se acaba de describir y quizás pueda interpretarse en ese contexto la actual proliferación de memoriales y museos. Si consideramos el espacio no como mera escenografía del hacer histórico sino como producto del hacer social, podemos leerlo como expresión de las relaciones políticas y sociales así como de los valores predominantes en la sociedad. ¿Cómo se manifiesta en nuestras ciudades esta preocupación memorística? O, mejor dicho ¿de qué tipo de relación con la memoria y qué modo de habitar dan cuenta nuestras ciudades? ¿Cómo se vinculan nuestros modos de habitar y de plasmar las memorias en la ciudad con esta crisis de la memoria en la modernidad? Maurice Halbwachs atribuye un rol clave al espacio como marco que brinda estabilidad y continuidad a la memoria colectiva. Pero ¿qué ocurre cuando la relación con el espacio es más bien testimonio de inestabilidad, alienación o injusticias? 
Durante la ruptura epocal mencionada más arriba tiene lugar el pasaje de formas de vida comunitarias a la existencia urbana, el anonimato del mercado y las relaciones abstractas. Si en las sociedades tradicionales predominaban los vínculos mediados por la emoción y el afecto, el urbanita caracterizado por Georg Simmel debe habituarse en cambio a una pedagogía de la indolencia, el raciocinio y el cálculo para sobrevivir en la ciudad. Es un individuo sin historia y habita lo que Benjamin caracteriza en “Experiencia y pobreza” como moradas sin huella: superficies duras, lisas, carentes de aura. Espacios endurecidos, dice Ivan Illich, nivelados por el cemento para resistir la deformación por el contacto con la vida. Morar, advierte Illich, significa “habitar las huellas dejadas por el propio vivir, por las cuales uno siempre rastrea las vidas de sus ancestros”. El vivir sin dejar rastros, “aparcados en garages” es entonces también un modo del olvido.
Las intensas discusiones actuales que en diversos contextos se ocupan del modo de plasmar la memoria en la ciudad con el fin de rendir homenaje a las víctimas y dejar una señal de advertencia hacia las próximas generaciones responden a objetivos legítimos y se orientan por tiempos políticos que suelen dejar poco margen a las dudas y la dilación. Sin embargo, o tal vez por eso mismo, suelen soslayar preguntas como las formuladas acá. Como si la inscripción de estas memorias fuera ajena a la pregunta por el estatuto mismo de la ciudad, o como si la incorporación de la memoria al espacio urbano pudiera pensarse por fuera de la pregunta por el modo de habitar. Esta dimensión no suele estar presente cuando se discute, por ejemplo, sobre monumentos, marcaciones u otro tipo de espacios de memoria (1). Cómo se habita y cómo se recuerda, sin embargo, están intrínsecamente relacionados. Si como sostiene Illich una y otra cosa –habitar y dejar huellas– son en verdad lo mismo, la alienación de uno es la alienación del otro. En una ciudad en la que no podamos dejar huellas ¿cómo podemos recordar?
También en la ciudad puede vislumbrarse el riesgo de una “compartimentación” de las memorias y en el peor de los casos, como advierte Graciela Silvestri, su “parquetematización”: La creación de ámbitos consagrados a la memoria tan diferenciados que, sin que ésta sea la voluntad que los impulsó, terminen neutralizando las marcas traumáticas en el resto de la ciudad y opacando el modo en que toda ella estuvo atravesada por dinámicas que permitieron la existencia de un régimen concentracionario. Una memoria alerta y dinámica debiera entonces estar atenta no sólo a la ubicuidad de las huellas del terror dictatorial (2) sino también a las manifestaciones de exclusión e injusticia en el presente.
¿Cómo debería ser hoy una ciudad de las memorias? En un fecundo debate organizado por la asociación Memoria Abierta en 2009 se leen dos posiciones contrapuestas y complementarias que ilustran dos modos de dar respuesta a esta pregunta: Mientras la contribución de Pablo Sztulwark desarrolla la idea de la “ciudad memoria”, Adrián Gorelik, retomando un concepto de Vezzetti, se refiere a la “memoria justa”. Lo que propone Sztulwark es la noción de una ciudad donde las memorias no se inscriben sino que acontecen y proliferan en prácticas y acontecimientos: no hay cristalización de significados sino conciencia alerta, compromiso permanente y memoria en acción. La “memoria justa” a la que adscribe Gorelik, en cambio, es una manifestación del recuerdo compensada y consensuada, resultado de un balance entre los diversos relatos en disputa, y puede o debe hallar soportes permanentes donde fijarse y cumplir su rol cívico orientador. Estas dos posiciones aglutinan y fundamentan muchos de los argumentos esgrimidos en nuestro país en torno a la necesidad de sedimentar e institucionalizar espacios memoriales, por un lado, y el riesgo inherente de petrificación de las prácticas, por otro. Sugiero que podría añadirse una tercera noción a este campo de tensiones, agregando a sus definiciones la de una “ciudad justa”. El concepto de “justicia espacial”, impulsado en los últimos años por geógrafos y urbanistas marxistas como Edward Soja y Peter Marcuse podría orientar una aproximación donde la inscripción de las memorias en la ciudad no esté escindida de la búsqueda de justicia, hacia el pasado y el presente.


El “boom” de la memoria y los riesgos de la especialización académica

En nuestras ciudades, como en nuestras bibliotecas, proliferan producciones orientadas a preservar y fomentar las memorias. Al igual que en la ruptura civilizatoria de la modernidad tardía, la crítica cultural acusa hoy un fenómeno análogo de inflación, y al mismo tiempo crisis, de la memoria. El “boom” actual de la memoria, como la “crisis memorística” del siglo XIX, como la proliferación de museos, no sería sino expresión de este esfuerzo repositor. Peter Carrier lo llama el “paradigma de la compensación”. Y Andreas Huyssen afirma que la obsesión por el pasado reside precisamente en que queda tan poco de él: como signo de época la memoria sería síntoma también de la incapacidad de volcarnos al futuro, de imaginar lo nuevo.
¿Qué significa esto en términos de política académica? ¿Cómo se plasma este paradigma en la investigación en ciencias sociales y qué efectos produce sobre nuestros modos de saber? ¿Qué significa pensar la dictadura argentina y el terrorismo de Estado –al igual que otras experiencias de represión o conflicto armado en América Latina– desde la perspectiva epistemológica de la memoria? ¿De qué otras formas podría abordarse el tema y qué se corre el riesgo de dejar fuera a través de este abordaje? La respuesta puede extrapolarse desde el diagnóstico propuesto por Zygmunt Bauman en su estudio ya clásico sobre la modernidad y el holocausto. Allí el sociólogo polaco cuestiona la tendencia dominante que recorta al holocausto –en tanto hecho único de una excepcionalidad inédita– por fuera de la historia y la sociedad “normales”. Le interesan en cambio los modos en que la sociedad moderna presta las condiciones de posibilidad para la consumación del holocausto; no por lo que la sociedad alemana, o europea, dejaron de hacer, no por el “colapso” o fracaso de sus instituciones y valores, sino precisamente, sostiene, por lo que ella fomenta o por lo que ella es. Para esto no recurre en ningún momento a la noción de “memoria” (aunque se basa en testimonios para apoyar su argumentación) sino que pone el acento en las herencias y efectos del paradigma racional-instrumental en la modernidad.
La cuestión de las continuidades entre los regímenes de excepción y los sistemas constitucionales o democráticos formales ha sido señalada también desde otros ámbitos. En sus inquietantes formulaciones sobre la persistencia y potencial ubicuidad de los estados de excepción, Giorgio Agamben advierte que estos constituyen la matriz del ordenamiento jurídico-político occidental. En el caso de nuestro país, el implacable análisis de Pilar Calveiro sobre el “poder desaparecedor” (establecido, creo, como el mejor estudio publicado sobre el régimen concentracionario en Argentina y la historia y sociedad que le dieron lugar) tampoco toma a la memoria como eje o concepto analítico. Las preocupaciones de los autores mencionados, más bien, residen en desentrañar la estructura del régimen represivo y comprender sus vínculos con la sociedad “normal”. El italiano, analizando en el campo los mecanismos de la biopolítica “agazapados en toda política moderna occidental”; la politóloga argentina, llamando la atención sobre las porosidades que conectan los centros de detención ilegales con la sociedad que los rodea, indagando en las prácticas y supuestos que nutrieron la lógica represiva e interrogando por sus continuidades y efectos posteriores. 
Agrupar los estudios sobre la violencia política y las dictaduras bajo el rubro “memoria”, en cambio, ¿no trae consigo el riesgo de reproducir y fomentar una escisión, como si esa sociedad no fuera la misma que formamos y habitamos, asumiendo que es posible explorarla a salvo desde el hoy? Zygmunt Bauman critica la especialización académica de los “Holocaust Studies” en el ámbito anglosajón precisamente por esta razón: se trata de un rubro que convoca cada vez más estudios e investigaciones pero al mismo tiempo los escinde de la historia y la sociología “normales”. Ese gesto epistemológico de especialización supone simétricamente una “absolución” del resto de las disciplinas, eximidas por lo tanto de encargarse de estos núcleos incómodos de las historias y las sociedades “regulares”. Dicho de otro modo: ¿Por qué no estudiar el Holocausto desde la historia, la filosofía, la sociología, la psicología “normales” y no como campo aislado de sus preocupaciones centrales? Algo análogo, creo, podría ocurrir en nuestro país si los estudios sobre “memoria” se especializan al punto de escindirse y alejarse del resto de los temas que son objeto de la investigación social. Al igual que con los “Holocaust Studies”, el riesgo sería proceder a una cierta “normalización” o estandarización del “campo”, relegando su objeto de estudio a un ámbito específico. Más allá de la inquietante polisemia contenida en la palabra campo –que añade otras resonancias a la transitada referencia a un “campo en expansión”– cabría preguntarse qué presupuestos y efectos trae consigo esta forma de especialización.
Adentrarnos en lo que implica estudiar la Argentina de la década del 70 y sus legados implica, tarde o temprano, involucrar como investigadores –y ciudadanos– nuestra propia subjetividad. ¿Se puede constituir un “campo de estudios”, regido por reglas análogas a las de otros, sobre un tema que nos atraviesa, constituye e interpela de manera tan fundamental? ¿No sería honesto asumir esta incomodidad como punto de partida y supuesto previo que condiciona nuestra investigación? ¿Cómo asegurar mientras tanto la rigurosidad y calidad científica de nuestro trabajo? ¿Acaso comenzando por reconocer estos condicionamientos y determinantes previos?
            Para ingresar al problema desde otro ángulo: ¿Sobre qué estaríamos escribiendo o leyendo ahora mismo si en Argentina no hubiera habido dictadura, desaparecidos, terrorismo de Estado? El recurso a la ucronía puede parecer banal -tal vez lo sea- pero puede ayudarnos a comprender hasta qué punto la experiencia de la dictadura nos ha impregnado como sociedad de un modo tan profundo que parece autoevidente. Y hasta qué punto puede estar determinando las agendas de investigación, que no consisten sólo en establecer aquello que se estudia sino también, o sobre todo, qué es lo que se deja de lado. Al concentrarnos exclusivamente en las disputas y dinámicas que intervienen en la circulación de las memorias del horror, podemos estar olvidando el fondo de conflicto político y social que subyace a los crímenes evocados e incluso contribuir involuntariamente a perpetuar sus efectos mediante la reproducción y amplificación del terror paralizante. (3) También el discurso de los derechos humanos ha sido criticado por situar en el centro de sus preocupaciones a un individuo amenazado en su “nuda vida”, violentado en su condición biológica más elemental, y no a un sujeto político, actor de la historia. Es otro legado del terror concentracionario, que así se hace carne y prolonga su eficacia, sobre el que alertan tanto Agamben como Calveiro en los trabajos mencionados. ¿Será que el recuento de los daños nos impide orientar nuestras energías intelectuales hacia otras áreas, que incluyan como objeto de estudio las condiciones para la superación de la injusticia o los modos de auspiciar y potenciar prácticas emancipadoras? ¿Es la “memoria” una retórica de la derrota? (4)
El historiador Federico Lorenz llamó a este sobredimensionado énfasis en la memoria un “premio consuelo”: El área de estudio que nos queda cuando el pensamiento de las ciencias sociales ya no se orienta a la transformación social. Este autor insta a preguntarnos acerca de las consecuencias que tiene una categoría analítica como la memoria transportada al espacio político y si puede ser la memoria un objetivo en sí mismo, o se trata más bien de un instrumento en pos de un objetivo político. La memoria “per se”, como objetivo en sí mismo y no orientada a dar sentido a la experiencia histórica no sólo se convierte, según Lorenz, en un pobre premio consuelo frente a una derrota social, sino que incluso puede acabar despojando de su historicidad y politicidad hechos que en definitiva remiten a un enfrentamiento político o social.
La idea de lucha por la memoria, argumenta Lorenz, “es tan completa analíticamente como insuficiente políticamente”. Sugiero, sin embargo, que no sólo las consecuencias políticas sino también las científicas o epistemológicas de la categoría “memoria” pueden resultar  insatisfactorias. Se trata efectivamente de una categoría fácilmente “operacionalizable”, empleada y normativizada en las últimas décadas de formas que permiten aplicarla a múltiples y dispares objetos de estudio con relativa plasticidad. Este uso contiene sin embargo el riesgo, creo, de un uso superficial que sin quererlo escinda al objeto de estudio del contexto en que tienen lugar las disputas por la memoria (que son, como advierte Lorenz, expresión de conflictos más profundos y de origen menos simbólico que material). En el ámbito académico global circulan bajo esta keyword trabajos que aspiran a hallar regularidades, modos de comprensión, claves, para analizar las dinámicas de las memorias que, aun cuando manifiestan explícitamente no querer postular “fórmulas”, parecieran estar fomentando eso mismo. En el extremo, esto podría dar lugar a la confección de “manuales de uso”, de la definición de memorias “adecuadas” que tal vez se ajusten bien a los lineamientos de lo que internacionalmente se da en llamar “procesos transicionales” pero en última instancia conlleva un riesgo de deshistorización y despolitización.(5) A menudo se promueven balances y recetas para los procesos de “memorialización” y se llega a aludir a factores que contribuirían al “éxito” de las iniciativas y prácticas de memoria. Pero ¿qué significa el éxito en este caso? ¿No es toda memoria de masacres y exterminios testimonio de un fracaso colectivo? Y ¿pueden desvincularse los grados de convocatoria o aceptación que pueda tener un ámbito consagrado a la memoria con los efectos provocados por el anquilamiento, que suele ir asociado a un implacable proceso reordenador y disciplinador?
Emilio Crenzel advertía aquí en Aletheia que la tarea de investigación debe evitar un doble riesgo: “pensar al presente sin ningún tipo de raíz en el pasado y, a la vez, imaginarlo como prefigurado por el ayer o como su reiteración mecánica”.(6) Hallar un punto adecuado de relacionamiento con el pasado incómodo es, efectivamente, una cuestión crucial. El hecho de que en Argentina el conocimiento de la historia reciente sea en los últimos años cada vez más objeto de trabajo de historiadores profesionales es un desarrollo auspicioso que agregará nuevas dimensiones al debate (y al largo recorrido de tensiones, diálogos y disputas que tienen lugar en la relación entre historia y memoria, en la que no nos detendremos aquí). Al mismo tiempo, resulta innegable -aunque a veces sea invisible- que los efectos de la dictadura nos constituyen y afectan de formas que dificultan el trazado de fronteras tajantes entre el ayer y el hoy.  
Creo que estas cuestiones deberían nutrir las reflexiones y escrituras de quienes de algún modo tomamos parte en esta área y tenemos al trabajo en torno al “objeto” “memoria” no sólo como fuente de desarrollo y promoción profesional sino a menudo también de sustento material. Plantearnos honestamente estas cuestiones no significa impugnar los esfuerzos honrados de quienes investigan, enseñan o estudian seriamente y de buena fe acerca de las memorias del terrorismo de Estado. Pero sí nos obliga a ser conscientes de las consecuencias epistemológicas, político-académicas y políticas -a secas- que conlleva el recorte que hacemos de nuestra área de investigación.
El “pasado reciente” no es un tema de investigación ajeno que pueda visitarse, como un país lejano, mediante el recurso a soportes, instrumentos o “vehículos” para luego retornar ilesos de él. Los hechos del pasado son la carne de la historia que nos constituye y con sus hilos se teje también la trama del presente. Tanto, que mientras de un lado pareciera que las memorias se han hecho hegemónicas y están instaladas con fuerza en el espacio público de nuestro país, sus consecuencias menos visibles no dejan de hacer daño y producen efectos hasta hoy. (7) ¿Son los estudios sobre la memoria testimonio de la derrota, de la capitulación? ¿Construimos monumentos y sitios de memoria porque no hemos podido construir ciudades más justas? ¿Nos detenemos tanto en los objetos y soportes porque mirar de frente ese pasado puede llegar a encandilarnos? O retomando a Andreas Huyssen, ¿nos fijamos en el pasado porque somos incapaces de imaginarnos el futuro? Aun sin atrevernos a apresurar una respuesta, comencemos por intentar formularnos las preguntas.


Notas

(1) Tampoco cuando se debate qué hacer –y que no debe hacerse– con los ex centros clandestinos de detención, una discusión que abre un nuevo arco de preguntas y problemas que no podemos profundizar acá pero al que no deja de aludir el título de este texto.
(2) Aunque en el extremo, como argumentara Hugo Vezzetti, habría que señalar la ciudad entera y eso diluiría nuevamente el recuerdo. (De su participación en el Simposio Internacional Culturas Urbanas de la Memoria: Berlín y Buenos Aires, Berlín, junio de 2005).
(3) Un riesgo sobre el que ha llamado la atención lúcidamente Daniel Feierstein. Ver por ejemplo la sección sobre el caso argentino de su El genocidio como práctica social, Buenos Aires: FCE, 2007.
(4) “Derrota” tiene una connotación militante, o incluso belicista, que puede sonar extemporánea y nos es por cierto ajena en la generación posterior. A quienes nacimos más tarde que los protagonistas no nos corresponde atribuirnos ni los honores ni las vergüenzas de la lucha. Pero sí nos cabe tal vez la responsabilidad de pensar qué hacer con los restos de la batalla además de inventariarlos y, como escribe Lorenz, llevando su mandato más allá de la denuncia y la preservación.
(5) Ver por ejemplo: VV.AA. Memorialization and Democracy: State Policy and Civic Action. FLACSO, Chile, Reporte basado en la Conferencia Internacional Memorialización y Democracia realizada en Santiago entre el 20 y 22 de junio de 2007. En:
http://www.sitesofconscience.org/wp-content/documents/publications/memorialization-en.pdf
 (6) Crenzel, Emilio. 2010. “Historia y memoria. Reflexiones desde la investigación”. Aletheia, vol. 1, N° 1, Octubre de 2010.
(7) Por ejemplo entre los hijos de desaparecidos, donde las consecuencias espirituales y materiales de su singular forma de orfandad continúa causando un monto de sufrimiento del que ni siquiera hay dimensión ni menos aún reconocimiento social. Los hijos por cierto no son sólo los militantes combativos agrupados en H.I.J.O.S. ni aquellos apropiados ilegalmente y luego recuperados (las dos formas casi excluyentes con que circula mediáticamente la figura del “hijo”). El Colectivo de Hijos, que se nuclea alrededor de estas preocupaciones, está intentando estimar el número de descendientes afectados, víctimas directas ellos también (sospechan que son varios miles) como un primer modo de delinear el alcance del problema. El dato cuantitativo, de todos modos, no debe opacar el peso cualitativo de una herida por la cual deberíamos poder responder como sociedad. El suicidio de Virginia Ogando en agosto de 2011 se adiciona a esta deuda colectiva. Su muerte, como la desaparición de Julio López, muestra hasta qué punto es impropio hablar en tiempo pasado de los efectos del terrorismo de Estado.

Bibliografía

AGAMBEN, Giorgio. 1998. Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-textos.

BAUMAN, Zygmunt. 1989. Modernity and the Holocaust. Cambridge: Polity Press.

BENJAMIN, Walter. 1989. “Experiencia y pobreza”. En Discursos interrumpidos I. Filosofía del Arte
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CARRIER, Peter. 2005. Holocaust Monuments and National Memory Cultures in France and Germany since 1989. Oxford/New York: Berghahn.

FREUD, Sigmund. 1930. Das Unbehagen in der Kultur. Viena: Internationaler Psychoanalytischer           Verlag.

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HALBWACHS, Maurice, “Memoria colectiva y memoria histórica”, Reis: Revista española de investigaciones sociológicas, Nº 69, 1995, pp. 209-222 (Traducción de un fragmento del Capítulo II de La mémoire collective, Paris: PUF, 1968). 

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VV.AA. Arquitectura y memoria. Ponencias presentadas en la jornada organizada por Memoria
 Abierta en Buenos Aires, 31 de agosto de 2009.

WILLIAMS, Raymond. 1980. Marxismo y literatura. Barcelona: Península.

YERUSHALMI, Yosef Hayim. 1989. “Reflexiones sobre el olvido“, en VV.AA. Usos del olvido. Buenos
 Aires: Nueva Visión, pp.13-26. 


* Estela Schindel. Graduada en Ciencias de la Comunicación (UBA), donde integró las cátedras “Informática y Sociedad”, “Principales Corrientes del Pensamiento Contemporáneo” e “Historia del Arte y su Relación con los Medios de Comunicación”. Como becaria del Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD) se doctoró en Sociología en el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Libre de Berlín con un estudio sobre la figura del desaparecido en la prensa de la dictadura. Coordinó el simposio internacional “Culturas urbanas de la memoria: Berlín y Buenos Aires” (2005) y coeditó el volumen basado en ese encuentro y publicado en castellano y alemán. Ha sido docente invitada en el Doctorado en Ciencias Sociales de la UNER y en la Maestría en Historia y Memoria de la UNLP y ha publicado numerosos artículos sobre la relación entre arte, memoria y espacio urbano. Actualmente realiza su investigación postdoctoral en la Universidad de Constanza.

Este exelente articulo fue extraido de: http://www.aletheia.fahce.unlp.edu.ar/numeros/numero-3/bfhay-una-201cmoda201d-academica-de-la-memoria-.-problemas-y-desafios-en-torno-del-campo