Furio,
mi pequeño hijo de un año y medio, no va al jardín todavía pero asiste a un
grupo que llamamos “grupito rodante”. Son chicos del barrio que se reúnen tres
veces por semana con una maestra jardinera durante dos horas en la casa de los
niños.
Cuando
vimos el cartel en Parque Saavedra que ofrecía esta oportunidad, mi mujer me
dijo de inmediato “anota el teléfono”. Yo, que soy desconfiada al extremo y el
mundo exterior no me gusta ni un poco, dije: “ni loca, todavía tengo un año de
gracia para enfrentarme con ese ominoso ambiente de madres y padres a la salida
de la escuela y Furio también tiene un año de gracia para enfrentarse con las
instituciones”. Lo anotó ella, llamó ella a la maestra, la entrevistamos las dos,
los tres en realidad por que Furio también la aceptó de inmediato, en cuanto la
vio le alcanzó sus juguetes para invitarla a jugar. Marta, mi mujer, le dijo a
modo de presentación: “Somos dos mamás, aunque los chicos todavía no hablan es
importante que todos lo sepan para cuando alguno o alguna haga una pregunta”.
La maestra solamente dijo “sí, claro” con una sonrisa tranquilizadora.

Y Furio
empezó a ir al grupito la semana siguiente. Los papás y las mamás de los otros
niños y niñas nos cayeron bien en seguida, a Marta primero y a mí unos días
después. Y nuestro pequeño, antes de decir mamá empezó a decir el nombre de sus
compañeros, cosa que a mí me pone en un lugar bastante raro, ya que mi hijo
muestra claras tendencias hacia el mundo exterior, al que yo tanto miedo le
tengo.
Podríamos decir que mi niño, que nació 35 años después que
yo, es más evolucionado. Pero también podríamos decir que él nació en una
cultura bastante más amable que en la que yo nací. Y lo que sigue no es una
justificación de mi desconfianza, mi miedo, o mis partes reprimidas, pero sí
una explicación de la distancia y una mirada sobre algunos movimientos sociales
que algunos insisten en llamar minorías cuando en realidad se trata de pensar
sociedades más justas, más diversas, más plurales y, por ende más humanas.
Cuando
era chica, apenas una niña, veía fantasmas. Vivía en el campo, con mis dos
hermanas mayores y mis tíos, porque mis padres habían sido secuestrados frente
a mis ojos; todavía recuerdo las sombras en el living de la casa del campo y el
pánico que me daba levantarme a la mitad de la noche. Iba al jardín, a
preescolar para ser más exacta, en el pueblo más cercano que quedaba a doce
kilómetros de nuestra morada. Allí, las maestras, entiendo hoy, se hacían un
festival con mi caso. Mi temprana orfandad y una tendencia estructural a la
rebeldía las desconcertaban pero también las desafiaba. Mis tíos habían
explicado en la escuela que mis padres estaban desaparecidos, término que ahora
nos resulta muy familiar pero que en aquella época y por aquellos lares era
sinónimo de gente que andaba en cosas raras, peligrosas y que en definitiva
“algo habían hecho” para estar en esa situación. Por lo tanto, a mí había que
contenerme por el precoz trauma pero también había que educarme en otra moral,
bien distinta a la que, suponían las maestras, tenían mis padres.

Así,
recuerdo haber contado, probablemente a través de algún dibujo, de la visita de
los espectros al living de mi casa. La maestra de turno decidió entonces
mandarme a dibujar animales que habitaban en mi campo: perros, vacas, gallinas,
ovejas, caballos; a mis se me ocurrió agregar a un zorrino a la lista, me
parecía más divertido que todos los demás. ¿Acaso existe algo más aburrido que
dibujar lo que existe, lo que vemos a diario? Esos animales con los que yo
jugaba no me resultaban atractivos a la hora de dibujar por que los tenía
demasiado a mano y, evidentemente, en el dibujo yo encontraba una forma de
narrar algo de lo imposible, de lo que no podía terminar de explicar a los demás
con sus palabras.
Parece
que la maestra no estaba muy de acuerdo con esto de dibujar sensaciones,
visiones, fantasmas. Cuando volví con mis dibujos de animales –el del zorrino
mucho no le gustó pero no podía decir nada porque estaba dentro de la consigna-,
me dio una larga charla sobre lo que existe y lo que no existe, y la
importancia de las cosas que si existen: como los árboles, la escuela, eso
animales que Sí vi y, por eso, los puedo dibujar. Por las dudas, o porque mis
gestos infantiles al escuchar sus palabras no la convencieron de mi total
entendimiento, me dio una nueva consigna: dibujar mi propia casa. Empecé con la
tarea bastante bien, es decir, siendo lo más fiel que veía. El dibujo lo perdí,
luego de muchas mudanzas, pero algo recuerdo de él y lo que es seguro es que no
se parecía a una casa en lo mas mínimo. No sólo porque no tenían paredes ni muebles
sino porque nada de sus trazos hablaban del espacio limitado y seguro donde
bien pudiera alojarse, sino más bien daba una sensación de peligro e
intemperie, que a mí, de haber estado en lugar de la maestra, me hubiera hecho llorar.
Pero sólo estaba del otro lado, era quien iban a condenar. Cuando la señorita
recibió mi esmerado trabajo, solamente puso cara y mando a llamar a mi tía por
una entrevista. Que se dijo en esa reunión no lo sé pero el resultado fue que
me mandaron una maestra particular que me tuvo varios meses sombreando jarrones
y calcando conejos hasta que se me pasaron las ganas dibujar para siempre.
Ahora pienso que la maestra particular de haber sido una psicopedagoga, extraña
figura la que padecería luego durante toda la primaria y la secundaria, pero no
voy a llegar hasta ahí. Dejé de dibujar entonces, para tranquilidad de las
maestras. Pero esas mujeres de peinados severos y cuerpos tensos no iban a
estar tranquilas por mucho más tiempo.
La
primera vez que salía recreo todos los niños me rodearon para preguntarme no
sin cierto sadismo: “¿Por qué no tenés papás?”, pregunta a la que yo no tenía
respuesta porque nadie me había dicho nada demasiado claro, ya que nadie en la
familia tenía muy claro que era eso estar desaparecido. La luminaria de la
maestra les había avisado a mis compañeritos que yo no tenía padres
probablemente sin malas intenciones pero en un gesto estupidez inmenso, ya que
no calculó la perversión intrínseca de los niños. Cuestión que se dedique
durante mucho tiempo mis recreos al dibujo, para evitar preguntas, hasta que
también me sacaron eso. Entonces mis amigas de los varones, por dos razones, la
primera porque sus juegos me resultaban más divertidos: treparse a los árboles,
construir casas, armar hogueras, destruir cosas que me parecía muchos más
excitante que saltar a la soga, al elástico, pintarse las uñas dormir a las
muñecas. La segunda razón, los varones eran menos preguntones, con ellos se
podía andar de un lado para el otro sin mediar palabra, las nenas hablaban todo
el tiempo y eso a mí me agotaba, aunque sobre todo me ponía en un lugar muy
angustiante porque para la mayoría de las preguntas ya no tenía respuestas.
Luego
de un jugoso recreo, en el que armamos, mis amigos y yo, una inmensa pila de ramas
porque más tarde íbamos a prender fuego con las maestras que nos enseñarían
cómo trabajaban los bomberos -yo ya tenía elegido mi traje de bombero; si, así
de obvio es todo, soy lesbiana y de niña me gustaba disfrazarme de bombero-, la
maestra nos presentó un muñeco, horroroso, sin rostro, con un jardinero mal cosido
-ni siquiera se le daban las manualidades a esta mujer-, que se llamaba:
Albertino. Sí, AlbertinO, mi nombre en masculino. Supongo, lectores y lectoras
que ya imaginan cómo sigue relato. Luego de presentarnos el muñeco maldito la
maestra comenzó un largo discurso sobre las costumbres femeninas y las
masculinas: quienes apagan los incendios y a quienes les corresponde mirar
desde el costado, quienes puede subir a los árboles y quienes no deben subir a
eso porque está mal visto, porque las nenas usan pollera y si trepan se le
vería la bombacha -¡qué imprudencia!-, como las canicas, las pelotas y las
figuritas de autos pertenecen al mundo Albertino pero, en cambio, Albertina
tiene que ver cómo el mundo se incendia a su alrededor pero quedarse quietita,
para eso dios la hizo nena.
La
presencia de Albertino junto con las explicaciones de la señorita me llenaron
tanto de ira como de vergüenza y no puede más que romper en un llanto que sólo
se calmó cuando mis tíos vinieron a buscarme. A partir de ese día los doce kilómetros
que hacíamos a diario para ir a jardín eran un tormento para toda la familia
porque yo no deje de amenazar nunca, ni un solo día, con que me iba a tirar del
auto.
Hace
unos días, sucedió en Buenos Aires, donde ahora vivo con mujer y mi hijo y
varios perros y gatos (porque a pesar del jardín y sus poco instruidas maestras
añoro algo del campo, la parte animal, podríamos decir), una concentración a
favor del matrimonio del mismo sexo. Marta les mando por e-mail la convocatoria
a los padres y madres de los compañeritos de Furio. A mí me pareció un poco
abusivo de parte de Marta, una cosa que sean plurales amorosos y otra que se
tengan que cruzar la ciudad (vimos en Saavedra, la concentración fue en
Congreso) el apoyo algo que yo no le modifica la realidad. Llegamos en la plaza
puntuales, con nuestro pequeño abrigado como para la nieve, y lo primero que
vimos fue la maestra de Furio y detrás de ella a Facu y a Pedro, los dos
niñitos de un año y medio que comparten el grupito con Furio y sus Orgullosas a
mamás y papás que sí consideró importante atravesar la ciudad pesar del frío,
con sus hijos a cuestas porque para ellas y ellos no da lo mismo que nuestro
hijo tenga diferentes derechos a lo de los suyos.

La
verdad que este gesto emocionó hasta las lágrimas y entendí que es un error
pensar que los derechos del niño no modifica la realidad de todos los niños y
de toda una sociedad. Y entendí lo importante que es Furio en sus vidas, porque
les amplía el mundo a Facu y a Pedro, así como ellos se lo amplían a Furio.
Yo no
tuve la suerte de pequeño mis épocas de jardín pero tengo la suerte de ser la
madre de un niño que un día será un hombre que sin duda estará dispuesto a pensar
en un mundo cada vez más justo, porque así se lo habrán enseñó sus madres y
también sus maestras (desde jardín), y sobre todo su contemporáneos, que pudieron
educarse con mayor diversidad.
Imagenes extraidas de la pelicula de Albertina Carri "La rabia" 2008